Mi padre era un señor liberal, refinado y emperradamente antiperonista que consideraba el Uruguay como una segunda patria donde había vivido los buenos días de la niñez. De su mano conocí los semáforos de 18 de julio, el planetario y otros prodigios
montevideanos. Creo que hasta las espléndidas puestas de sol de Atlántida eran para él atribuíbles al clima de tolerancia y a la democracia que reinaban por estas costas. Había un solo punto sobre el que era’ intransigente: su paladar de enófilo consumado rechazaba los vinos uruguayos. En nuestras expediciones veraniegas a Montevideo, el vino mendocino formaban parte del equipaje de rutina. Por entonces, para mí la historia del vino era una extravagancia paterna, que no coincidía con el entusiasmo, con que elogiaba desde el sabor de los duraznos, el de la carne y hasta las bondades del yogur. Tuvieron que pasar muchos años para que padeciera en boca propia esos vinos uruguayos peleones o achinchados. Y fue después de una larga ausencia cuando me encontré con este lugar convertido en productor de caldos exquisitos, con bodegas que plantaron y mimaron cepas excepcionales e incorporaron los mejores métodos, con consumidores exigentes, con enófilos severos y bien informados. Este manual refleja lo que es hoy la producción vitivinícola en Uruguay, un territorio que se ha insertado por todo lo alto en el mapa de los países productores de buen vino y que se ha ganado un lugar en el mundo de la vitivinicultura a fuerza de calidad.
LILIAN GOLICORSKY