Las nacionalizaciones nacieron ante todo como utopía. Como utopía no en el sentido marxiano de algo abstracto, sino en el sentido actual y positivo del término. Ese horizonte utópico de las nacionalizaciones tiene dos nombres, uno político o ético-político, la igualdad real, conscientemente perseguida, y otro técnico, el dominio definitivo de la racionalidad productiva. Este segundo aspecto sólo interesa al autor secundariamente, y de pasada, en la medida en que es preciso suponerlo. La aproximación de este libro al tema de las nacionalizaciones es más ético-política que técnica. Es decir, aborda el tema de las nacionalizaciones desde el para qué político de la riqueza producida y no desde el cómo técnico que busca la racionalidad de la eficiencia. Las nacionalizaciones se afirman hoy entre nosotros como el agua bautismal que lava de todo pecado (¿no es eso lo que dice el PSOE, a pesar de su laicismo?), o como el demonio destructor de la libertad de occidente (¿no es lo que sugiere la CEOE, con acento escénico apenas descubierto?). Lo mejor que podríamos hacer es acabar con este juego. Aunque sólo sea para ahorrarle a este país que acaba de salir del purgatorio, el desencanto frustrante de descubrir muy pronto, en cuanto se apaguen las luces del escenario, que en vez del paraíso prometido sólo se le dará el limbo, con nacionalizaciones o sin ellas.