Hace seis años, cuando escribí esta novela, la vida concebida como un juego ejercía sobre mí un gran poder de seducción y a menudo me sorprendía a mí mismo contemplando atónito el teatro del mundo. Si entonces, cuando todo me parecía ligero a mi alrededor -flujos y reflujos de una excitante marea- hubo alguna regla en mí debió de ser la derivada de la fidelidad mental a ciertas imágenes delicadas y terribles que me obsesionaban desde la adolescencia. Quizá por eso los dos hermanos y protagonistas de esta novela se ven destinados a encarnar el mito de la fraternidad y complicidad divinas (que vi plasmado en dos dioses griegos y que trasladé a Oriente un poco por casualidad y otro poco porque me apetecía). Bélver Yin y su escurridiza hermana nos cuentan, pues, la historia de una fidelidad de pensamiento, antes que de acto, quizá porque ambos comprenden que la auténtica fidelidad se instala siempre en el pensamiento y en la memoria. Mentalmente se aman siempre aunque a veces se separen, y esa fidelidad les obliga al final a intercambiar sus papeles y a ser cada uno de ellos el «otro» que llevan dentro y el «otro» que está fuera. A diferencia de otros amantes, Bélver y Nitya eligen, como forma de relación permanente, la sensualidad, que es hija de las sugerencias más que de las evidencias, encarnando a un tiempo esa sabiduría y esa inocencia que han de suponerse como ciertas en toda relación sensual.